La pandemia de covid-19 pone de relieve las abismales diferencias entre pertenecer a una clase alta, media o baja. Los que peor la pasan son siempre los mismos sectores, con o sin pandemia.

La historia de Ramona sintetizó el primer tramo del abordaje que hizo el gobierno de Horacio Rodríguez Larreta de la pandemia en la Ciudad de Buenos Aires.
Hasta aquí, la pandemia saldaba cualquier diferencia política por la gravedad de la situación, y el análisis pormenorizado apuntaba en poner todo el esmero en parar la propagación del contagio a como dé lugar. Es así que nadie puso el foco en las medidas que tomaba el gobierno de la Ciudad, sino en la cantidad de contagios que tenía por ser la ciudad con más casos confirmados desde el primer momento, junto con Chaco y Buenos Aires.
Sin embargo, en ese momento ya era claro que la Ciudad tenía mayor cantidad de contagios por ser el lugar con más ciudadanos en condiciones económicas de viajar a Europa. Se hablaba de los casos confirmados en Recoleta, Palermo, Villa Urquiza o Caballito. Vecinos de departamento, muchos de ellos empresarios, profesionales, todos de clase media alta, alta o muy alta.
Desde el principio, para cada situación el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires se encargó de comunicar el seguimiento de un estricto protocolo de aislamiento tanto para las personas con síntomas, como para aquellas que habían estado con la persona que tenía síntomas. Quien estaba contagiado era aislado en un hotel de forma inmediata, al igual que las personas cercanas. Los traslados se realizaban tomando todos los recaudos necesarios.
Esta fue la primer etapa de la pandemia. Hasta aquí, Larreta se alineaba con la consigna de la cuarentena y con el visto bueno de gran parte de la sociedad.
Pero con los primeros casos de covid-19 en las villas porteñas todo cambió. Las personas con síntomas fueron trasladadas por el sistema sanitario del gobierno porteño en micros escolares junto a sus respectivas familias, poniendo en riesgo no sólo a quienes portaban el virus, sino también a quienes aún no habían sido contagiados.
Tampoco se siguió un estricto protocolo de aislamiento en hoteles. Las salas de espera de los hospitales se transformaron en lugares de contención para los vecinos con covid-19 de las villas que llegaban en los micros y se mezclaban con quienes posiblemente no estaban contagiados.
Más allá de los errores de gestión que pudieron haberse cometido por parte de las autoridades sanitarias de la Ciudad de Buenos Aires, lo que ha quedado en evidencia con la muerte de Ramona no es solamente que en plena pandemia los sectores más sensibles no tenían agua para lavarse la manos, sino que ha habido una voluntad política de abordar la problemática sanitaria según el sector poblacional. Una suerte de ciudadanos de primera y de segunda. A unos se los llevó a hoteles y se los mantuvo aislados y controlados. A otros se los llevó como ganado hasta un hospital público sin garantizarles siquiera un alimento mientras duraba el diagnóstico del virus.
Un análisis rápido hablaría de falta de previsión respecto al impacto del covid-19 en las villas porteñas. Sin embargo, ¿por qué un gobierno que desde sus inicios ha tenido una política sanitaria diferencial para los barrios de clase alta y los de clase baja , no habría de tenerla ahora?
La pandemia sitúa en un rol primordial al Estado porque es el único que pueda dar respuesta a las demandas en medio de una emergencia de semejante magnitud. No obstante, el rol del Estado no debe estar ligado al interés de un sector social sino al bien común. De lo contrario, siempre habrá otro sector postergado y olvidado.
Por eso, con o sin pandemia, el mayor de los males para las clases trabajadoras es el Estado en manos del neoliberalismo.